Se aman conscientemente y se desenvuelven satisfactoriamente en las complejas lides matrimoniales. Pero desde aquel día la brevedad en la expresión ha caracterizado cada momento compartido y la palabra «separación» asomó sus fauces. La señora se encerró en el silencio y desde entonces se niega a probar alimentos, mientras un abogado llama insistentemente para preguntarle si ya tomó la determinación. Ante la falta de respuesta, el abogado explica los diferentes modos y procedimientos de llevar a efecto un divorcio:
—Usted puede divorciarse por incompatibilidad de caracteres,
o si desea hacerlo más rápido puede ser por mutuo consentimiento, como usted y
su esposo no están que digamos en guerra cruenta… ahora…
La mujer le pide callar y cerrar, pero ella no cuelga.
—No se acaba de decidir, —comenta el abogado con cierta
desilusión.
La secretaria observó al abogado que hablaba solo y éste lo
admitió a medias. Luego preguntó si conocía la señora con la que acababa de
dialogar por teléfono y tras la respuesta de la muchacha se ofreció para
contarle el caso que ocupaba a esa posible cliente. De ese modo se lo contó:
—Lo de esa señora y su esposo es algo muy particular. Ella
es bondadosa, dulce, apacible… y entonces también una mujer muy gallina, tiene
unos ojos equilibradamente grandes y una larga cabellera negra, es el tipo de
mujer que a cualquiera le gusta.
Ellos se conocieron desde muy jóvenes —prosigue el abogado—
y desde luego se enamoraron, entonces comenzaron a construir castillo en el
aire y a tejer todas esas ilusiones que se les ocurren a los jóvenes, pero por
causas que ella no me explicó muy bien, no llegaron a casarse.
—¡Cómo que no llegaron a casarse!
—Sí, no se desespere que le voy a explicar. Terminaron el
noviazgo y cogió cada uno por su rumbo y, según me dijo ella, tuvieron siete
años sin verse y cuando se encontraron él estaba casado con otra y ella
divorciada. Las circunstancias se mostraban muy desfavorables para ella, pero
dicen que con paciencia y calma se sube un burro a una palma y se las
arreglaron entre tropiezos y dificultades para entenderse y esperar el momento
de unirse, y lo lograron. La historia de esa gente es una perfecta novela, pero
con la particularidad de que no termina simplemente con el «se casaron y fueron
felices», sino que después de desenredado el nudo se presenta el nuevo
conflicto, el caso por el que han solicitado los servicios de esta oficina de
abogados.
—Ahora no entiendo —interrumpe la secretaria — por qué hay
conflictos si ellos deseaban estar juntos.
—Bueno, oiga el problema. Resulta que este hombre con el que
está casada nuestra posible cliente es un caballero muy cortés y se interesa en
complacer a su señora en cualquier detalle de interés para ella o por lo menos que
él crea que le puede despertar interés a la dama. Pero, ay Dios, —el abogado
sonríe tristemente— a ser humano no hay quien lo entienda, pues al parecer los
excesos de complacencia del marido tienen a la señora disgustada.
—Pero usted exagera, doctor —interrumpió nuevamente la
secretaria— porque eso no puede ser.
—Déjeme decirle —ripostó el abogado— que lo que cuento
resulta de un equilibrio de escuchar las dos campanas porque, como soy un
profesional que me respeto, cuando esa señora me planteó su disposición de
divorciarse yo llamé a su esposo para consultarlo y según él me explicó quien
pudiera estar inconforme es precisamente él porque su mujer constituye un caso
excepcional de persona indecisa. Hasta el punto que si el esposo la invita a
salir, y ellos salen frecuentemente a divertirse, y él pregunta por ejemplo que,
si quiere ver una obra de teatro o una película, ahí viene el problema, pues
ella, siendo una mujer inteligente, no responde nada. Tras la insistencia del
hombre ella responde en tono no muy agradable: «Donde tú quieras». Lo mismo
ocurre si el esposo le plantea ir de fiesta o ir a cenar a un restaurante, la
señora de ningún modo toma decisión y después que el hombre optó, digamos que,
por el baile, el conflicto viene por el sitio donde ir, porque le busca los
periquitos a cada lugar, pero finalmente acuden a uno que el hombre escogió
entre los tres que le había sometido a la consideración. Oiga, señorita, usted
no puede saber mucho de estas cosas porque es muy joven todavía, pero yo que ya
peino canas y que por mi profesión he tenido que conocer sobre los conflictos
de muchos matrimonios, le puedo decir que no había visto un intento de
separación por cosa tan baladí.
—Pero usted me mencionó un caso que es casi similar.
—Ah, bueno el de la señora que quiso separarse de su marido, y lo hizo, porque se pasó diez años señalándole que el tubo de la crema dental no se aprieta por arriba, sino de abajo hacia arriba, pero él nunca obtemperó a ese llamado. Otro caso de divorcio raro fue el de aquella mujer que aun queriendo a su marido lo dejó porque el tipo no quería saber de bañarse al regresar del trabajo y su trabajo era de criador y curador de vacas. Pero el humano es lo más difícil de entender porque cuando no tiene una cosa la añora y hace lo que sea necesario para conseguirla; pero una vez poseedor de ella viene la despreocupación. Si uno compara el caso del matrimonio de esa señora que ahora se quiere divorciar con tantos matrimonios que pululan despedazados por ahí, concluye que ojalá que todos aquellos anduvieran como éste. Pues usted no se imagina señorita, que una de las situaciones más conflictivas de esta pareja fue cuando hace poco ella estaba de cumpleaños y acordaron celebrarlo en intimidad, pero cenando en un restaurante de buen nivel, sin invitar a nadie. Se preparan y salen y comienza el hombre a preguntar: «¿Qué tipo de plato te gustaría comer?» y ella responde: «No sé». El hombre insiste hasta que logra saber que puede ser de la fauna marina el contenido principal del plato. Luego: «¿Vamos al Vesuvio o vamos al nuevo Mario?», pero la mujer no responde. Bajan por la avenida Tiradentes y el hombre precisa la urgencia de la respuesta. «Pero tú también puedes decidir, tú todo me lo dejas a mí». Fue lo que se le ocurrió declarar a la mujer. Pasaron frene al Vesuvio pero no se detuvieron. De nuevo intervino el hombre: «Ahora hay que escoger entre el Mario y La Gran Muralla, según la elección doblaré a la izquierda o a la derecha en la avenida 27 de Febrero». Pero la mujer no tomó decisión alguna y el hombre giró hacia la derecha y llegó hasta el pintoresco plantel del restaurante Mario. Pero era día martes y el establecimiento permanecía cerrado por descanso colectivo. «Ahora dime otro lugar donde te gustaría cenar», reiteró el hombre. «Llévame a mi casa o donde vendan chimichurri», respondió la mujer no de muy buen modo.
—¿Y qué hizo el hombre entonces? —inquirió la secretaria.
—Bueno, que se dirigió a su hogar, se dispuso a preparar un
jugo de frutas, preguntó a su mujer si lo prefería de piña o de lechosa, pero
ésta no dio una respuesta clara, luego se sentó frente a una mesa donde
reposaba su maquinilla de escribir, pues el hombre tiene inclinaciones para la
dramaturgia. Al enterarse la mujer que su marido escribía una pieza teatral
basada en la historia de una mujer que nunca toma decisión alguna, se molestó
grandemente y se trazó un caparazón de silencio, de ahí que me llamara para que
le tramitara el divorcio, pero como no se acaba de poner clara, tengo yo que
estar llamándola.
Después de este relato pasaron diez días sin que el abogado
y su posible cliente se comunicaran. Todas las veces que el jurista intentó
hacerlo el número sonó ocupado. Las interrogantes se agolparon en la mente del
abogado, hasta aquel día en que se juntaron en una tienda de ropas y tras la
pregunta «¿Qué decidió, doña?», lanzada por el abogado, la mujer respondió:
«Decidí cambiar el número de teléfono de mi casa para que usted no me llame
más».
—¿Pero decidió no divorciarse, señora? —insistió el abogado.
—No lo sé, quizás.
Rafael Peralta Romero
17 de noviembre de 1991
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Josef Palecek |
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