Los entierros de Rafael Peralta Romero por Manuel Mora Serrano

Manuel Mora Serrano
Premio Nacional de Literatura 2021

Rafael Peralta Romero pasó, de Punto por Punto al Diablo Azul navegando en los mares del cuento y siempre por las aguas de la prosa, hasta que encontró Residuos de Sombra y se arrellanó allí y se metió de lleno en su función de narrador; hasta leí que era una de las mejores novelas del siglo.
Ahora viene con Los tres entierros de Dino Bidal, no uno ni dos sino tres (editada por Cocolo Editorial, impreso en Editora Manatí, marzo 2000, 110 pp.) y se mete en esa camisa de tres varas que es una novela de misterio.
No es costumbre nuestra hacer este tipo de narraciones a pesar de ciertos títulos como la noveleta de Ramón Lacay Polanco El extraño caso de Camelia Torres o El Crimen Verde de Emilia Pereira, empero, poco importa el género, una narración de cierta extensión puede llevar la etiqueta de novela y eso basta; pero estamos, ahora, con una que no sólo la lleva, sino que realmente lo es.
Digo que es una novela en cuanto llena los requisitos según la clásica definición de la Real Academia: Obra literaria en que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores por medio de la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres, porque aunque de reducidas dimensiones para "la vara de medir" de los volúmenes groseros de cierta tradición internacional, en ella se llenan todos y cada uno de los requisitos básicos que la definión canónica consagra y por eso, digo y repito, que es una novela, aunque se apoye en un hecho real, que dado el tiempo transcurrido y la época en que ocurrió, es rigurosamente histórica.
Dicho y sostenido esto, pasamos a comentar algunas cosas interesantes del quehacer novelístico de Peralta Romero.
No es tradición en nuestra literatura esa presencia constante del mar ni siquiera en la poesía, mucho menos en una narración; descubrimos, con sorpresa, que aunque vivimos en una isla, hemos sido parcos en la novelación de asuntos marinos; hasta hay quien diga que padecemos un complejo de gigantismo insular, que nos creemos habitantes de Tierra Firme, sin embargo, algunos que nacimos en tierra adentro como Julio Vega Batlle en su Anadel o quien escribe en Goeíza, enamorados del litoral de la península de Samaná, intentamos describir el paisaje y la vida de los lugareños; pero nosotros no éramos oriundos de la península y no se siente, a pesar de la fascinación poética indudable que nos arrastró a elegir esos lugares, Anadel y La Galera, que estemos en nuestras aguas.
Por el contrario, cuando leemos a Peralta Romero sentimos que la mar (así, en femenino como la nombran los que como él han nacido a su vera y la llevan en la sangre) no es decorativa ni accidental, sino reales vividuras y vivencias, como les sucede a todos los habitantes de las aldeas marineras, de los caseríos junto a  las playas como el antiguo Jovero natal suyo, y por eso sentimos que lo tiene dentro de sí, como una parte más de su anatomía, ya que lo que es propio, no se hurta.
Dino Bidal, su personaje, hombre de una valentía monumental, no es de esos lares; es uno de esos raros forasteros que ha llegado no se sabe de dónde y este solo hecho unido a la posesión de unas tierras ajenas, le da cierto prestigio local.

Rafael Peralta Romero

La novela comienza cuando las hijas de Dino van a denunciar al cuartel del Ejército Nacional que su padre ha desaparecido y ya en la segunda página viene el hijo de la mar a decirnos:
Ese día, dijo Leticia, se sintió en la aldea un terrible calor, claro, como suelen ser los calores de agosto y peor aún cuando se para la brisa del norte y se mete el sur, cuando la mar se queda planchada y ningún árbol se mueve y entonces vienen los jejenes a querer comerse a uno. Mi padre salió a bañarse a la playa y después en el caño bonito donde se quitó el agua salada... la mar estaba en calma.
Como vemos, hay que ser de allí para decir esas cosas con tanta naturalidad, porque habla uno que lo conoce bien por haberlo padecido u observado.
En el capítulo segundo el autor nos señala, actuando como narrador omnisciente, lo que pasó con las tierras del Jovero Land, el ingenio que nunca se construyó en Miches y de cómo Dino Bidal llegó a ser su administrador y como dice, poco menos que su dueño; pero además, surgen las supersticiones, como es natural, nadie puede ser beneficiado sin que tenga un pacto diabólico o algún misterio y la envidia, que jamás falta cuando hay ambiciosos, Antonio Sosa y Aníbal Amparo, son dos clásicos terratenientes hambrientos siempre se tierra y poder, capaces de cualquier bellaquería con tal de obtener beneficios.
En el tercer capítulo que lleva por título El tiburón en la ensenada vuelve el mar como protagonista; el autor nos relata la lucha de Dino Bidal con el escualo, con una maestría tal que tendremos contacto con el suspense y nos mantendremos tensos durante la lectura. No la comentamos porque queremos que el lector disfrute ese banquete dramático. Como es natural este hecho hace reaccionar a sus gratuitos enemigos, porque se dan cuenta de que no están tratando con cualquier persona sino con alguien capaz de tener coraje para enfrentar heroicamente la muerte. Nunca se admira al que se envidia, todo lo que hace tiene un trasfondo maligno. Mientras todos lo elogian ellos se convencen de que el sujeto no es cosa buena; este hecho, los convence de su valentía pero en vez de verlo así y admirarlo, entienden que el sujeto no es cosa buena.
Rápidamente, en el cuarto capítulo, estamos en territorio de la justicia. Ahí aparece el Magistrado Lavandier que será figura clave en la narración.
En el quinto, sigue el asunto de la justicia; en el sexto aparece un personaje siniestro, el cabo Eugenio Martínez, quien, como es natural, encuentra en los enemigos de Bidal a sus primeros amigos en el sitio, por aquello de que las aves de la misma pluma vuelan juntas o porque los seres afines se buscan y se protegen.
En el séptimo, aparece el cabo Secundino de la Cruz, que es el reverso del cabo Martínez y le cuenta ciertos secretos importantes al Magistrado lavandier.
La acción se ha trasladado de Miches o Los Uveros, al Seibo, porque es la capital de la provincia, unidos los pueblos por una de las más peligrosas carreteras de montañas del país, que sin embargo hacen el trayecto en tiempo récord, ahí aparece un personaje que habíamos conocido en Doña Bárbara y que anda por todas nuestras comunidades regularmente en las mismas funciones, cuando no es alguacil o picapleitos: nos encontramos con el secretario del Magistrado; con Juanito, el eterno entrometido que vive aparentemente en las nubes, pero entrometiéndose en todo lo que sucede fuera de la localidad y demostrando un conocimiento al día de los hechos más connotados del mundo.
Ya aquí, la novela se encamina al desenlace y aunque el lector sabe lo que ha sucedido, el autor lo mantiene en vilo, hasta que aparece un hombre en medio de todo y al final, nos enteramos de la solución; pero no avanzo más porque le quitaría todo el encanto a la lectura de la obra.
En definitiva, Peralta Romero en esta noveleta, juega y rejuega con una situación dramática, más bien trágica y al relatar la época caricaturiza la Era de Trujillo, mostrando, de paso, que a pesar de todo, había hombres que eran capaces de arriesgarse por que se hiciera justicia en casos en los cuales ni la política ni el nombre del tirano estaban en juego, aún cuando se tratara del todopoderoso ejército del Jefe.
No tengo dudas de que el autor hubiera podido escribir una novela más larga con el tema y con los personajes rudos y despiadados que aparecen, porque el lector se queda esperando más, como sucede con la intriga amorosa que se perfila como un buen filón narrativo si n o se desbarrancaba hacia lo sentimental, pero cada novela es en sí misma un género y cada autor escoge la forma y manera de contarnos sus historias y si pedimos más es porque la forma de contarnos nos ha gustado, pero no porque entendamos que sea un defecto del autor.
Sin embargo, creo que el freno para no desbordarse en otras efusiones, es la actitud del Magistrado Lavandier, ya que aparece como un hombre de una sola pieza según se le retrata en la obra y, en cierto modo, su personalidad y su actuación en pos de una sana administración de justicia terminan robándose la trama misma.
La novela se mete en "camisa de once varas", como dije, porque se topa uno de frente con el Poder Militar, que, aunque fuera un abuso al margen, no ligado a la política, en un dictadura encabezada por un guardia y sostenida por las armas, como fue la de Trujillo, estar uniformado no era poca pendejada y eso es lo que el lector encontrará al final de la obra.
No debemos develar ninguno de los misterios que nos va a presentando Peralta Romero en esta novela de acción, donde no tiene tiempo para detenerse en las descripciones marginales, porque, como leemos en la nota de la contratapa: Ninguna frase sobra en este libro, nada resulta largo. Se trata de una historia intensa y compleja que el autor ha encerrado, con asombroso dominio de la síntesis, en un texto breve pero conmovedor.
Y esto me economiza escribir más, porque el lector podrá comprobarlo por sí mismo.

Manuel Mora Serrano
27 de marzo de 2000


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