Memo y Fello


Resultaba extremadamente difícil para Fello acertar una. El asunto comenzaba a corroerle la paz. Su elemental conciencia de niño no encontraba explicación al hecho, pues, aunque a su edad no podía entender mucho de azar y esas cosas, creía que no era posible que la suerte se empecinara tanto en favorecer a su contendor, un niño como él, de la misma edad, criados en la misma calle y con otros muchos aspectos en común.

Lo cierto es que su amigo Memo mantenía a Fello humillado porque en todo caso le ganaba la competencia. Y para él era muy fácil, pues como su padre era gomero. Todo auto que entraba al pueblo por lo común a su casa iba a parar y desde luego Memo escuchaba los comentarios de choferes y curiosos que se acercaban al lugar, para determinar la marca del vehículo.

Mientras tanto, Fello debía hacer un esfuerzo con sus sentidos para, al pasar un carro, detectar señales que permitiesen identificar la marca. Supo que un carro que ronca al acelerarlo le indicaba que era un Ford. Uno que llevaba una banderita metálica, muy alargada, en la tapa del baúl, era un Chevrolet.


Las cosas se dificultaban para Fello cuando entraban al pueblo vehículos de otras marcas, de los cuales no tuviera ninguna seña de identidad, o que no hubiera otro ejemplar de su especie para compararlo, como el Land-Rover del Padre Daniel o el Cónsul Cortina del doctor Richardson o la camioneta llamada «La Vaca Petronila».

El día que llegó a Los Uveros un flamante Opel Rekord y que se paró a preguntar algo precisamente frente a la casa donde Fello permanecía junto a su tío (que leía el diario) constituyó un importante punto de partida para Fello detener su línea derrotista frente a Memo. Ese día se publicaba un anuncio publicitario promoviendo esa marca de automóvil y a pesar de su forma tortuosa de leer, el tío pudo decir al muchacho que, el auto en cuestión, era el mismo fotografiado en el periódico y que se trataba de un Opel Rekord.


De ahí que resultara tan emocionante para Fello en su primer encuentro con Memo pedir identificar ese carro azul celeste que se encontraba estacionado, más tarde, frente al bar Francia. Por más que apuró sus oídos, al momento del auto emprender la marcha, Memo no dio con la marca y más bien él se dio por vencido, pero con tan buena ventura que ya el extraño nombre se había borrado de la mente de Fello, por lo cual tampoco esta vez pudo anotarse victoria.

El sencillo entretenimiento mantuvo a los muchachos en competencia durante buen trecho de tiempo y siempre las circunstancias tendieron a favorecer a Memo. Una espinita se clavaba aún más en el ánimo de Fello. El pesimismo y la presunción de haber nacido para la desgracia amenazaban con atraparlo. Ya no eran cosas de muchachos las punzadas que sufría Fello en su corazón cada vez que su amigo lograba decir primero:

—¡Rambler! —al pasar ciertamente un Rambler.


Pero las cosas comenzaron a cambiar desde aquel día en que frente a la farmacia se estacionó un auto de rojo encendido, dos puertas y su ocupante se desmontó para entrar en el establecimiento, lo que permitió a Fello fijarse en el nombre de fábrica y traer presuroso a Memo para que lo dijera, pero para éste hubiera sido cuestión de adivinación y no logró el objetivo, por lo que fue mejor oportunidad para Fello lucirse exclamando orgullosamente:

—¡Vauhxall!



Pero todo no terminó ahí. La preocupación se trasladó a Memo cuando vio que Fello podía determinar marcas para ellos tan novedosas como Buick, Oldsmobile, Studebaker, Pontiac, Volvo o Renault.

A decir verdad, sólo un detalle había cambiado en las vidas de ambos muchachos. Fello aprendió a leer.

Rafael Peralta Romero

10 de julio de 1991


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