Un día el estudio fotográfico «Bolívar» no abrió sus puertas
a la hora de costumbre y en los comercios circundantes conjeturaron que quizás
el dueño fue sorprendido por el sueño que lo poseyó más allá de la hora.
Avanzando el día, clientes y vecinos cambiaron de parecer y
opinaron que el fotógrafo debió amanecer enfermo. A las tres de la tarde nadie
dudaba de que el negocio n sería abierto al público en esa fecha, a diferencia
de cada mañana en los veinte años que llevaba dando servicios y cosechando fama.
Al día siguiente todas las personas que marcaron el número
telefónico del centro fotográfico Bolívar y que lógicamente no recibieron
respuesta, se unieron a los que tenían fijado el recibimiento de sus fotos para
esa fecha y se apersonaron frente al pequeño local comercial en reclamo de su
mercancía.
En días sucesivos las mismas gentes más otras que
desconocían la situación se acercaban en procura de fotografiarse o de retirar
las fotos presuntamente elaboradas. Pero el fotógrafo no aparecía.
Al cuarto día sin que se supiera la suerte del magnífico
fotógrafo una delegación de clientes indagó la dirección de su domicilio y se
dirigió hacia el lugar. Allí supieron por boca de la dueña de la pensión que el
fotógrafo había salido de viaje, pero con rumbo desconocido. «Ese hombre es
soltero y a nadie dice sus cosas, y lo mismo le da dormir aquí que dormir
allá», dijo la señora.
La preocupación aumentó con los días y los clientes
comenzaron a hablar de demandas. Unos decían que perderían su viaje al exterior
por falta de pasaporte, otro alegaba pérdida de un contrato de trabajo y hasta
un candidato a cargo público adujo que la falta de la foto para el cartel
anunciador se tornaba en factor desfavorable para sus aspiraciones y que el
fotógrafo sería responsable de daños y perjuicios.
De súbito el fotógrafo apareció con otro señor en una
camioneta. El señor de marras ejercía la misma ocupación en otro sector de la
ciudad y convino en comprar el equipo y mobiliario de lo que hasta entonces fue
el estudio fotográfico Bolívar.
Al percatarse de la presencia del fotógrafo en su antiguo
centro de trabajo, interesados y curiosos se acercaron hasta él para averiguar
la verdad de lo que allí pasaba. El fotógrafo hacía señales con las manos para
sugerir espera. Prefería que el desalojo de los materiales y equipos concluyera,
a la vez que daba tiempo para que se reunieran más personas.
Cuando consideró llegado el momento oportuno, el fotógrafo
manifestó que el cierre del estudio era definitivo y que no quería que nadie le
rogara reconsiderar la decisión. Por la insistencia de algunos miembros del
auditorio accedió a explicar la razón de su determinación y lo hizo con pocas
palabras:
—Me retiro porque ya me cansé de arreglar gente para que
salga mejor de lo que es. Yo manejo perfectamente el arte de retocar, pero es
muy duro y agotador porque nadie está conforme con la cara que tiene.
Rafael Peralta Romero
12 de abril de 1992
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