DIABLO AZUL / Rafael Peralta Romero



Cuando pregunté por qué mi apellido era diferente al de mis hermanos, mamá se limitó a responder que «esas no son cosas de muchachos» y me exhortó a callar fundamentada en el aserto de que «en boca callá no entra mosca». Averiguando en otro lado encontré a alguien que me recomendó indagar en los hechos de la ocupación militar norteamericana de 1916. No sé por qué lo dijo.

Todo el mundo me conoce como José Blanco y hasta yo me acostumbré a ese nombre. Mis hermanos son de apellido Ramírez, pero en el tiempo en que yo me crie eso de apellido no tenía tanta importancia, y como el joven no razonaba mucho, pasé bastante tiempo sin saber que me pegaron el apellido Blanco por causa de mi condición física, es decir, porque soy de piel blanca, lo cual, dicho sea de paso, me envaneció frecuentemente en mis tiempos mozos.

Me resultó trabajoso entender la relación que pudiera existir entre la ocupación de los yanquis y el apellido de un humilde muchacho como yo. Varias cosas ocurrieron para llegar a darme cuenta de ese vínculo. La primera de ellas fue enterarme que Chito Ramírez, el marido de mi madre, no era realmente mi papá como creí durante toda mi niñez y mi juventud. De modo que hube de hurgar bien en la madeja, para llegar al punto deseado, muy doloroso, por cierto.

A muchas personas consulté sobre la ocupación militar norteamericana sin obtener respuesta digna de tomarse en cuenta desde el punto de vista de lo que yo quería saber. Pero la esperanza es lo último que se pierde, tenía yo sabido, y persistí hasta dar con la persona que me aflojó las tensiones, con sus memorias y recuerdos. Pero no sólo eso, sino que Julio Natera, que así se llamaba esa persona, conserva anotaciones sobre los hechos que vio durante la ocupación. Él fue secretario de la alcaldía y persona muy advertida y observadora.

Julio Natera comenzó su relato con parsimonia y tranquilidad:

Lo primero que hay que decir —señala Julio Natera— es que el día que los yanquis llegaron aquí desmontaron sus pertenencias en el templo católico, ahí abrieron sus camastros y colocaron sus pertrechos y mochilas y convirtieron la capilla en un campamento, poco después comenzaron a bañarse desnudos en el mar, en presencia de damas y niños. Pero eso no es todo, los yanquis parece que gozaban con hacer maldad, pues qué podía costarles a ellos comprar una gallina en aquel tiempo, pero ellos preferían cazarlas como si fueran silvestres, aún las viesen en un patio.

Los yanquis comenzaron con acciones en cierto modo simples, como aquella en que vino un muchacho que vendía bizcochos y se le acercó a uno de ellos llamado Diablo Azul para ofrecerle el producto y el gringo fue apretándolos uno a uno y tirándolos en el suelo y el muchacho regresó a su casa con la bandeja vacía. Cuando estas cosas pasaron comenzamos a sentir pánico y no tardó mucho tiempo en complicarse aún más las cosas y todos los vecinos de Los Uveros tuvimos que soportar que nos mataran a José Dolores Sánchez sin poder hacer nada.

Al mismo tiempo que ordenaban a los campesinos trasladarse par la zona urbana a residir, abandonando sus bienes, y a fuerza de fusiles, los invasores incurrían en acciones que yo diría particulares de cada uno de ellos, pero dirigidas a amedrentar a la población y convencerla de la superioridad de ellos. Y eso lo digo por lo que hicieron uno llamado Kleny y otro llamado Meilliz que fueron a la casa de mi mamá y le dijeron que tenían hambre que les preparara algo de comer y mi mamá les frio plátanos y huevos y uno de ellos después de comer le tiró el tenedor a mi hermano menor, y se lo pegó en la cara. Mire, cuando mi papá vio eso se paró y cogió un garrote, pero mi mamá echó un grito y todos los muchachos nos le reguindamos del cuello para que no lo hiciera, y fue bueno que no lo hiciera, pues si le da a ese yanqui nos hubieran quemado la casa. Quemar casas era una de sus represalias favoritas, y en los campos todos los días quemaban alguna solo para forzar a sus dueños a abandonarlas, imagínate tú si se tratara de una agresión a alguno de ellos. Yo recuerdo cuando le dieron candela a la tienda «Casa del Pueblo», ahí vi yo vidrio derretido, que nunca en mi vida lo había visto, ni lo he vuelto a ver, no señor, nunca más.

Después que llegaron los yanquis, muchas costumbres cambiaron en Los Uveros. Las mujeres dejaron de lavar en el río porque solo era cuestión de verlas para marcharles como burros hechores y si de una cosa gozaban ellos era violar una doncella… Pero no crea, de vez en cuando uno encontraba motivos para reírse de ellos. Es el caso de cuando querían comer miel de abejas, que no tenían que ver con quién fuera el dueño de la colmena, ellos las decatraban como si fueran suyas, lo único que luego los veía usted hinchados de las picadas que recibían.

Y yo digo lo de las abejas porque a la gente le daba cierto gustico verlos con las caras abultadas. Los yanquis hacían uso también de reses, cerdos y monturas ajenas. Esto lo reconocieron hasta los propios adulones de ellos, como el gobernador de El Seibo y un tal Fidencio Familia que era comandante de la plaza de armas. Para esos tiempos yo tenía amores con una muchacha que se fue a vivir por los lados de San Pedro de Macorís y nos escribíamos cartas muy frecuentes y ella siempre incluía comentarios sobre los hechos que ocurrían en la zona y por esos lados también los yanquis tomaban los bienes ajenos para uso particular. Recuerdo como ahora cuando mi novia me escribió lo ocurrido una noche en el Ingenio Quisqueya que la soldadesca invasora se presentó a asaltar a las familias, esta vez quitándoles dinero, como vulgares atracadores, que no era su forma habitual, recuerdo que ese día volaron a la esposa de un señor llamado Nicolás. Era domingo, y como de costumbre el hombre de la casa estaba fuera, seguro que en la gallera, y a un anciano que quiso protestar lo mataron de tres balazos, sin considerar que se trataba de un hombre que no podía ofender a nadie, usted comprende, porque era ciego y sordo.

De las cosas que pasaron fuera de Los Uveros yo no te puedo decir mucho porque salía poco, imagínate no había carretera y para llegar a El Seibo era cruzando lomas, a pie o en mulos. Ahora, yo sí sé lo que pasó aquí porque lo vi con estos ojos que se va a tragar la tierra, y muchas cosas las anoté en un cuaderno para que no se me fueran a olvidar. Aunque eran hechos muy difíciles de olvidar, por lo extraño y particulares que eran. Mira José Blanco, cómo puede uno olvidar el día que se presentó aquí el famoso teniente Taylor, un hombre que pudo tener un comentario particular y que la mención de su nombre solamente era motivo de terror. Pues cuando mataron a un capitán de la tropas invasoras no sé si en El Seibo, ellos arreciaron la represión contra la ciudadanía y la persecución contra los alzados que cogieron el monte armas en las manos para enfrentar la ocupación y cuando el tal teniente Taylor llegó a Los Uveros y le presentaron los agusotes a un hombre señalado como simpatizante de los rebeldes, ordenó que le ataran una soga al cuello y amarró el otro extremo del lazo en la silla de un brioso caballo que montaba y espoleó ese animal para que saliera huyendo como la honda del diablo arrastrando al infeliz.

Eso de la simpatía con los rebeldes del monte no era cosa rara, porque si bien mucha gente no se atrevió a unirse a los del monte, por miedo a lo que pudiera pasarle a su familia, no por eso dejaron de colaborar con ellos colocándoles alimentos y bebidas en sitios fijos para que ellos los recogieran. Era cuestión de que los gringos no se enteraran, porque nadie las pasaba bien si lo descubrían en algo semejante. Lo menos que podía ocurrirle es que lo dedicaran durante muchos días a cargarle agua a los yanquis, pues nunca fue del agrado de los soldados procurarse su propia agua en el río y si se atrevían a reclutar a pacíficos ciudadanos para obligarlos a esta tarea, qué no harían con alguien encontrado responsable de colaborar con los gavilleros como decían ellos.

Te estoy relatando estas cosas porque tú lo has querido, no sé si hasta ahora he satisfecho tu interés, pero estoy seguro que lo dicho es tan cierto como el Evangelio. Pero te digo una cosa te digo la otra y es que todos los yanquis no eran absolutamente iguales. Pues los malos que fueran ninguno de los que vinieron a Los Uveros es comparable a un soldado que ya te mencioné antes a quien todo el mundo aquí conoció y llamó Diablo Azul. Nadie aquí supo su nombre, sino que se le llamaba así desde que llegó porque tenía un tatuaje que le cubría un brazo entero con la figura de Satanás dibujada, y como tenía el pecusio pintado y era precisamente un demonio consiguió fácilmente el nombre de Diablo Azul. En todas las tropelías y maldades ahí estaba Diablo Azul. Para ese señor significaba un gran placer atravesar el poblado de extremo a extremo a todo galope de un caballo, sin importar a quien se llevaba por delante. No había acción nefasta de los yanquis en que no participara Diablo Azul. La gente volcó su terror y rechazo a los invasores en la persona de este individuo, que bien se lo ganó.

A propósito de Diablo Azul recuerdo que una vez una tropa de los americanos necesitaba llegar a El Seibo, parece que a entrevistarse con el Gobernador y con el capitán Knox, un jefe de ellos, y como yo era un muchacho averiguado, bueno no tan muchacho si ya usaba pantalones largos, me fue a buscar a mi casa para que guiara a dicha tropa porque yo me sabía el camino. Salimos para allá y cuando habíamos caminado pocos kilómetros de la población oí a uno decir algo en inglés y todos se pararon. Seguimos el camino, pero a cada instante una voz en inglés ordenaba algo que ahora entiendo era parar, pero para entonces temía que fuera que me quemaran vivo, no sé por qué. Cuando oscureció pasábamos frente a un caserío y al ver mujeres esos hombres salieron tras ellas como seres irracionales, al ratico se oían gritos. Pero como Dios no le falta a nadie, comenzaron a oírse cascos de caballos y luego una voz inconfundible que lanzaba al aire su expresión acostumbrada: «¡Por aquí va Martín Peguero, carajo!» y un disparo cortó el silencio que cubría el ambiente. Martín Peguero era un macho de hombre y su nombre agradaba poco al oído de los invasores. Por eso se mantuvieron en silencio y detuvieron su acción sobre las indefensas mujeres. Luego optaron por seguir su camino hacia El Seibo. A mí me advirtieron que si hablaba algo de lo visto mi suerte sería mala.

Cuando llegamos al paraje Arroyo Santiago, el jefe de la tropa me ordenó que comprara unas gallinas y un pato a un campesino para alimentar al grupo, pero el campesino dijo que sus aves no estaban en venta y entonces vino el soldado conocido como Diablo Azul y mató dos gallinas y dos patos y a mí me mandó a buscar leña y me puso a pelar las aves. Esa noche me dieron permiso para dormir en la casa del mismo hombre a quien le comieron los animales y al día siguiente bien temprano continuamos rumbo a El Seibo.

A los yanquis les pareció sospechoso que nos tomáramos más tiempo del acostumbrado para hacer la travesía, pero yo no tenía la intención que ellos sospechaban de extraviarlos, lo que pasaba era que ellos cogían mucho descanso, aunque en verdad yo no era tan práctico en ese camino, porque el verdadero práctico, quiero decir, el que mejor conocía ese trayecto y lo hacía en menor tiempo era Marcelino Rijo, pero con Marcelino no estaba fácil que se juntaran los yanquis. Bueno, pero avanzando y descansando llegamos a nuestro destino. Ahí me abandonaron a mi suerte porque no me dieron un plato de comida ni se ocuparon de pagarme dormitorio. La suerte que yo tenía unos conocidos que me auxiliaron y me refugié en la casa de uno.

Esa casa la visitaban muchos hombres en la noche a jugar dominó y conversar, pero en presencia mía se limitaban a hablar de gallos y de trabajo, pero nunca tocaban el tema de los yanquis. Luego me di cuenta que desconfiaban de mí. Como yo era el práctico de los invasores, creían que era un achuchón, criterio que cambiaron al poco tiempo de permanecer allí. Bueno, y ahí me enteré de muchas acciones siniestras de los soldados norteamericanos.

A esos hombres de manos gruesas y encallecidas les escuché las tenebrosas historias del capitán Merkle, un consagrado cazador de seres humanos, sin discrimen de edad ni sexo. Ese hombre buscaba a los rebeldes como fuera pero no necesitaba llegar al punto donde se encontrasen para usar su capacidad de matar. Mientras otros gringos mataban simplemente de un balazo, Merkle buscaba formas nuevas como fue el horrendo caso en que encerró a todos los miembros de una familia en la casa de éstos, la cerró y le prendió fuego. Una mujer tocada profundamente en su sensibilidad materna abrió una ventana para sacar a través de ella a un niño de unos tres años y salvarlo de la muerte, pero el oficial al ver el episodio sonrió y dijo a la mujer: «Ah, mucho bueno, tú querer pequeñito» y asiendo al infante por las extremidades lo arrojó a las llamas a consumirse para siempre. Ese hecho tuvo tanta resonancia que hasta los propios oficiales superiores se conmovieron y al tal Merkle lo mandaron para los Estados Unidos, pero no llegó vivo porque el mismo diablo intervino para que se pegara un tiro en la cabeza y viajara a juntarse con sus congéneres en el infierno.

Cuando regresaba a Los Uveros guiando la tropa me encontré con que un grupo de individuos que vinieron de otros lados a cazar puercos cimarrones, al sentir que se aproximaba una patrulla de marines, encabezada por Diablo Azul por cierto, se treparon en un árbol para protegerse y ¡vaya usted a ver! Los tumbaron uno por uno jugando a que eran palomas. Eso ocurrió en la loma por donde habitaban los hermanos Galay, que eran hombres guapos como abejas de piedras y que no toleraban vainas a los yanquis, y la pasaron fea los abusadores. Llegaron al pueblo hechos leña.

Tú me dices, estimado José, que en los hechos narrados hasta ahora no has encontrado nada que guarde relación con lo que tú quieres saber y quizás tengas razón, pero ten paciencia, mira que soy un viejo acabando de vivir y a alguien tenía que contarle estas cosas para que no queden en el absoluto olvido, pues no es bueno que os pueblos borren episodios que constituyen la sustancia de su historia. Y otra cosa, a ti te ha movido un asunto personal, es decir la causa por la que llevas el apellido Blanco, pero el asunto va más allá.

Dime tú cómo olvidar el gesto de aquella mujer de vida alegre que al saberse infectada de gonorrea fue a bañarse al paso del río donde sabía que cada tarde se bañaban los soldados y se desnudó por completo simulando ignorar la presencia de ellos. De inmediato se lanzaron sobre ella como tigres sobre un cordero. Días después todos pagaban el precio de su voracidad y desenfreno.

De que tú lleves el apellido Blanco en tu cédula y otros documentos en parte soy yo responsable. Oye por qué, cuando tú fuiste a solicitar tu primera cédula, a principio de la era del Generalísimo, yo trabajaba en la oficina del Ayuntamiento y vi que te pusieron ese apellido en el formulario y me hice de la vista gorda.

Tú recordarás el episodio que te conté hace un rato referente al intento de violación de varias mujeres por parte de la tropa que yo guie hasta El Seibo. Una de esas mujeres, era una joven muy bien formada, criada con mucha decencia y que a los diecisiete años no había sido tocada por varón alguno. Uno de los yanquis se fijó tanto en ella que días después volvió al paraje Tres Palmas a consumar la acción que no pudo efectuar el día que te he dicho. Pero en este segundo intento sus planes se materializaron, con tan mala ventura para la pobre muchacha que quedó encinta.

Ella se negó a decir cuál de los soldados fue el autor de la barbarie, a la vez que se encerró y apenas transitaba de la cocina al bohío. A pocos meses de nacer la criatura, un varón robusto de abundante pelo rubio, se produjo en Los Uveros un incidente muy digno de recordación y es que entró al salón de billar el soldado conocido como Diablo Azul e intentó repetir maldades que solía hacer cada vez que allí entraba, hasta que un hombre llamado Dionisio se armó de dos bolas y sin pensarlo le lanzó una en el rostro, del que brotó velozmente un chorro de sangre y a seguidas le envió la otra que hizo blanco en un ojo. Todos los presentes aplaudieron a Dionisio y se armaron también de bolas de billar, pero Diablo Azul no esperó el resto y por primera vez se le vio gritar pavorosamente por las callejuelas de Los Uveros. Al día siguiente salieron con él para El Seibo. Nadie supo más de él ni tampoco nadie se interesó en saber.

Luego de este incidente, la muchacha que parió el niño de tez blanca reveló que el soldado que la violó llevaba dibujada la imagen de Satanás en un brazo. Como tú comprenderás esa mujer era tu madre.

Julio Natera paró de relatar y ya no necesité que contara más. Me conformé con saber que Blanco era un apellido.

30-5-92

 

 

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