Todo quien lo vio
se asombró de que un hombre caminara calle arriba y calle abajo tirando del
lazo que ataba al pequeño mulo. Nunca se vio que un animal recién nacido fuera
amarrado, sino que estos se mueven en torno a su madre, siempre a la espera de
una oportunidad para chupar la teta.
-¿Qué pasa con el
mulito, amigo?
-Bueno, que la mai
murió de parto y lo estoy vendiendo, pues no lo puedo criar.
-Válgame Dios,
pobre criatura, tan chiquito y huérfano. Pero, mire, amigo, pase por la esquina
de Chachá, ahí es casi seguro que le encuentre venta.
Siguió esa
recomendación y solo fue llegar al sitio recomendado para que el pichón de mulo
fuera vendido.
Mi padre lo compró
en atención a su inclinación a aprovechar oportunidades. Además, se ilusionó con
la idea de que su yegua prieta aceptaría como suyo el animalito desamparado. Y
hasta cierto punto tuvo razón, pues la yegua no rechazó al pichón de mulo, que
se pegó a ella cual si de verdad hubiese sido su mamá.
Solo un mal momento
hubo de confrontar el mulito: ocurrió cuando acercó su hocico hacia las tetas
de la madre adoptiva. La jaca emitió un relincho sofrenado y movió sus patas
traseras hacia un lado. Hubiera bastado el rezongo emitido por ella, similar a
gruñido de perro, para que el pequeño animal, llamado Goyito en recordación de
su primer dueño, desistiera de probar leche materna, el alimento que
correspondía a su edad.
Mi padre, en
principio, le hizo tomar leche de vaca en una botella, además consiguió que un
vecino aceptara que el mulito mamara de una yegua recién parida, abundante en
leche, pero la bestia se resistió a ser nodriza de un extraño. “Jesús
santísimo, como hay gente, hay animales”, se oyó decir, ante la negativa de la
yegua.
En poco tiempo, mi
padre dispuso alimentarlo con ramitas de yerba y cáscaras de guineos maduros,
pero tanta ternura no podía durar mucho tiempo y Goyito fue dejado a su suerte
en la búsqueda de su comida, y mal que bien la encontró, pues vivió y creció.
Desde luego, lo del crecimiento encierra una contradicción, dado que Goyito
alcanzó muy limitada alzada y su apariencia fue más de burro que de caballo, en
franca negación de los genes de su madre que era, lejos de duda, una hembra de
caballo.
Pero no solo su
estatura negaba su condición caballar, peor que todo ocurría con su
comportamiento, pues más que cualquier cría de asno, mostraba Goyito las
actitudes propias de un borrico.
Así, encontrarse
con una hembra equina desataba en Goyito una pasión desproporcionada y a
seguidas desembolsaba su enorme instrumento de macho cerril sin tomar en cuenta
que la bestia pretendida fuera jineteada o llevara las árganas llenas.
Más de una vez mi
padre se llenó de vergüenza cuando en los caminos hacia o desde sus predios
ocurrió que Goyito le marchara a otra montura con el fin de satisfacer su
inmoderado apetito sexual.
En algunos casos,
la hembra emprendía una carrera para evadir el pertinaz acoso de Goyito y casi
siempre, la carga, del macho como de la hembra, perdió el orden y la compostura
impuestos por el dueño de la cabalgadura.
En uno de esos
trotes fue que, desde muy joven, perdió un ojo debido a la certera patada de
una yegua que acudió a ese supremo recurso para deshacerse de los impulsivos
reclamos del mulo perseguidor.
En realidad, mi
padre estuvo satisfecho con la capacidad de trabajo de su pequeño mulo para el
transporte de los frutos del campo. Lo compadecía por momento al recordar que
Goyito no disfrutó el afecto y atención de su madre. ”Madre, solo una”, decía.
La yegua prieta,
admite mi padre, hizo lo que pudo, pero su trato hacia el pichón de mulo no fue
comparable al de una madre. Eso razonaba mi padre, a quien, en ocasiones, el
subconsciente traicionada y se le oyó referirse a Goyito como “el burro”,
precisamente él que nunca gustó del asno como montura.
Quizá el momento
más difícil que le ocasionara Goyito, lo vivió mi padre o lo sufrió, por mejor
decir, aquella mañana cuando un hombre de nombre Emilito se presentó a nuestra
casa solicitando que mi padre acudiera a la suya a contemplar el resultado de
la última travesura del mulito. Allí, en el patio, al tronco de un naranjo,
yacía la yegua de Emilito con sus órganos reproductivos internos tirados al
suelo.
Goyito había roto
sus amarras para presentarse donde esa hembra sin cita previa. Un profesor, que
era hombre muy sobrio y de poco chancear, dijo algo relacionado con la
preferencia de Goyito por las yeguas, como su madre. Nadie rio ni comentó la
ocurrencia, luego entendimos que el profesor hizo referencia al complejo de
Edipo. Pocos en el pueblo podían entender aquello.
Mi padre tuvo que
firmar un acuerdo ante el juez de paz, mediante el cual se comprometía a pagar
el valor de la yegua muerta, pero a precio de yegua viva, con el inicio de la
cosecha de cacao, que era el eje sobre el que giraba su medio de subsistencia.
Desde luego que lo cumplió, pues era de los que pesan los ruedos de los
pantalones.
A partir de
entonces, mi padre comprendió la necesidad de castrar a su mulo. Él no conocía
la palabra testosterona, pero estaba convencido de que ese animal tenía algo
adentro que no lo tenían los otros. Después de los efectos de la mordaza, a
Goyito le bastaba con ver a las hembras con un solo ojo y no mostraba afán
alguno. Su vida cambió, sin duda.
Luego aumentó mucho
de peso y se fue poniendo lento su andar, mi padre consideró que estaba cansado
y lo soltó durante un tiempo en la cerca.
Confiaba en que en
tres semanas podría someterlo de nuevo a la faena. Goyito llegaba entonces a su
media edad. Una mañana, mi padre entró al potrero y caminó buen trecho sin
verlo, pero siguió buscando, hasta que al rato dio con su paradero.
Realmente un
paradero, pues lo encontró tendido, con las patas tiesas como fusiles, sin que
se supiese la causa de su deceso. Mi hermano dijo a mi padre que Goyito “estaba
gordo, quizá murió por causa del corazón”. Mi padre solo respondió: “Puede ser,
que en él se ensuelva”. Y se secó los ojos.
©RAFAEL PERALTA ROMERO
Publicado originalmente en
https://hoy.com.do/goyito-un-cuento-inedito-de-rafael-peralta-romero/
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